Venerando esos ojos
del color de la ternura,
que miran velados por
el padecimiento y las décimas,
ya no sostienen
júbilo ni recuerdo, distantes,
y envenena mis
entrañas el lastre de la impotencia.
El dolor oxida los
engranajes de la carne,
cubriéndolos con
densa tristeza y pesar
y esa puta codiciosa
gana la partida otra vez
llevándose todo lo
que amo, mi voluntad.
Pero yo te haré
inmortal, pequeña mía,
nunca te dejaré.
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