La
irritabilidad y la ansiedad son mayores mientras las hembras
ovulamos, consabido hecho. La fatiga, la tristeza y el gimoteo aumentan durante los
primeros días de la menstruación. Y la introspección a la que
sometemos a nuestra quejumbrosa mente es martirizante. Eso, sumado a
la escucha reincidente the “The bluest blues” de Mr. Lee,
castraron mis escasos medios de comprensión por mis congéneres
durante los pasados días. Derrumbada, mustia y mortecina deambulaba
yo por estos lares, sin mayor interés que el de la ficción
antropológico-forense, hasta que un episodio de la vida real me
devolvió a mi estado natural: el de la risa tronchante.
Una
noche, tan sólo hizo falta una sola noche, para que el descojone
pantagruélico
tomase posesión por medio de mis arterias y nervios, inundando
rápidamente todo mi torrente sanguíneo, hasta asentarse cómodamente
en mi curtido sistema nervioso central desatando hipotálamo y
amígdala. Surgieron pues, soterrados aullidos de hiena
entremezclados con estertores epilépticos incontrolables, mocos y
lágrimas colapsando las inhalaciones de oxigeno, la mandíbula
doliente por tanta maniobra y estropicio -tanto fue el jolgorio- y la
mente sumida en una suerte de drogada máxima inherente al suceso
recién acontecido, que a continuación voy a narrar:
Macho
sano y en pleno vigor tropieza en su camino con hembra compatible (es
decir, deseable zezualmente). Resumiendo: se la pone dura, pero dura; esos ojos, esos labios, ese cuello, esa melena... La hembra, generosa
ella, y con curiosidad innata, ya no por conocer al macho, si no por
desacreditar ese mantra acuñado por años de experiencia, de que
“todos son iguales” (de imbéciles, se presupone), acepta una
cita para conocerse físicamente (hasta ese momento todo su contacto
se ha basado en varios mensajes escritos y un par de grabaciones de
audio, intensos sí, pero escasos e insustanciales).
Tras
concretar una cita confinada de viernes (horario reducido) se produce
el gran momento, el encuentro. Pasadas las ocho de la tarde
-estudiada la llegada para la posterior invitación, o bien a
compartir tálamo o a partir- suena el timbre como los trombones de
“Feeling good”, presagiando la catarsis que acontecería más
tarde. La hembra amable y risueña, recibiendo; el macho, altivo y
distante, desdeñándola. En las sucesivas dos horas y media,
asombro, incredulidad, enigma y esperpento llenaron la estancia
dejando a la hembra y a servidora sumidas en la más rocambolesca de
las coyunturas. El macho no dirigió una mirada de soslayo a la
hembra. Toda su atención, escasa por las limitaciones, se centró en
mi estupefacta personita. La hembra, perspicaz y ágil ella, pronto
se percató de lo grotesco del comportamiento del macho, y se
aburrió, proponiendo el desplazamiento al estado horizontal, no sin
antes permitir, caritativamente, al patán verraco pernoctar en el
sofá. Bostezos y somnolientos estiramientos acompañaron a la frase
“uffff, estamos muy cansadas, nos vamos a dormir”. Los
arrastrados pasos hasta el dormitorio, los murmullos de “qué sueño
amiga” y “sí, yo también estoy muy cansada” corearon el
taciturno alejamiento. Silencio absoluto. Durante los primeros
minutos. Pero una vez la astuta mirada de la hembra se cruzó con mi
incipiente bizqueo rebosante de desconcierto, se produjo la verbena.
Ambas desternillándonos sin pudor alguno, sin decoro ni miramiento,
llenos los carrillos de antítesis de “comida sana” y con tal
alborozo que en instante de lucidez se temió por la visita de una
pareja de las fuerzas de seguridad ciudadana. Y qué sana es la risa!
Y como nos devuelve a un estado de sagacidad e ingenio! Y como
transmuta un momento de vergüenza ajena en un tolerado golpe de
realidad. Tan sólo fueron necesarios escasos quince minutos de
hilaridad para que las mentes restasen importancia a lo absurdo de
los momentos pasados, resetearan y volvieran a los orígenes, a la
reconocida esencia.
Y
eso nos lleva a la famosa frase popular de que “no hay mal que por
bien no venga”. La hembra esa noche no disfrutó de un coito,
cierto, pero el análogo pitorreo fue mucho más satisfactorio. O eso
ilustran los precedentes.