No hace demasiado, hablaba con mi amiga Sira
-avezada ella en la observación y análisis de los patrones humanos-,
sorbiendo edulcorado té y exhalando arsénico, benceno, berilio y cromo,
llegando, por fin, el dilatado coloquio a su cúspide analítica:
nuestros coetáneos fariseos.
Ahora ya no hay que estudiar una carrera...
¡hay que inventársela!
En su progresiva e inquietante indagación antropológica,
llegó mi amiga a escudriñar en los oscuros y decadentes pasajes de las redes sociales (arriesgando así su salubridad y lozanía intelectual),
rastreando en los más ocultos e impúdicos cobijos,
revelando así, lo que es capaz de urdir la sesera humana escudada por el anonimato o la despersonalización (voluntaria, no el trastorno).
“Actualmente puedes crear tu propia entidad, todo aquello que sueñas ser”,
ella me explicaba, ya curtida en mendacidad y sainetes,
“¡que la peña se inventa hasta títulos universitarios, profesiones, ex parejas!”,
continuaba exasperada y abatida,
augurando, imagino, lo que le espera a su nonato retoño: una consentida caterva de mitomanía sin prescripción.
¡Nunca en la historia de la humanidad coexistieron tal proporción de talento, belleza, triunfo y gloria en el mismo instante!
Si alguna entidad foránea nos observase, tan sólo a través de las fábulas que vendemos, creería fervientemente que este cúmulo de animales sociales,
famélicos y ávidos de reconocimiento o atención, inseguros e inestables,
está compuesto por semidioses.
Todo lo opuesto a la realidad, desgraciadamente.
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