La escarcha, obstinada, fue recorriendo las arterias,
atascándolas,
privando de calidez toda la moldura,
exhalando un hálito de hollín, craso y gris,
que impide atisbar la estancia, antes candente y rojiza
como en un apasionado atardecer de estío.
El reflejo no torna la misma mirada,
la superficie es más fría y opaca,
el verbo no escala, olvidó trepar...
Ya no seduce ni fascina.
La farsa ha sido desvestida:
sólo queda la pútrida realidad.
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