Debo aprender los nuevos idiomas, las nuevas fórmulas;
jergas de trueques y permuta con caducidad.
Yo pido agua y me ofrecen seductor vino.
Pregunto qué camino seguir y me recitan poesía.
Lauro la belleza y me devuelven mendacidad.
Me atrevo a compartir y recibo áspera ficción.
Algo no estoy haciendo bien.
Debería estudiar en la escuela de la tecnología, esa en que las máscaras pueblan adulterando los cuerpos, ahí donde la inseguridad se torna ejemplo y el recorrido se puede trasmutar creando soberbias fábulas de ingenio.
¡Por fin una realidad en donde se puede ser quien se desee!, crear una nueva y augusta identidad... por un tiempo.
Existencia de cómodo sofá y calefacción. De adusto pijama y seguro hogar.
Donde no se exige mostrar evidencias, se invierte tiempo remanente y la mediocridad se maquilla con tamices de nombres técnicos. Donde el tamaño de los labios y abdominales son imposibles, el cabello siempre luce recién peinado y todos sonríen muy felices y nos regalan consignas para mejorar o para indicarnos qué debemos comer. Como ellos. Como clones.
La competición envalentona y desorienta el límite del ridículo.
Pero seguiré en mi patria de lengua antediluviana por un tiempo: creo que comienza a gustarme mi cicatriz y que mi soledad se trunque por la compañía de imperfecta realidad, risas veraces y francas miradas, suspirados tactos y sin juicios ladinos, llenando el paladar después de ese pastel de nata y fresas silvestres de Mauri o de musical merengue inesperado.