Tarjetas de diez usos; compras rituales de corta espera. Movimientos, dilación.
Respuestas concertadas; oscilación indolente. El repicar insolente de las siete.
Sin pretextos para levantarse e incorporarse al flujo incesante de mediocridad.
De ceguera. De banalidad. De persistente y desahuciada melancolía.
De fatiga constante, perenne incomodidad. Distante al minuto de mi veracidad.
Las risas espontáneas olvidadas en otra de las cajas. Junto a mi sorpresa y admiración.
Un envalentonado asma se come lo poco que queda de mi, ocultando mi certeza.
Y me abrazo a los cables que unen mis oídos al repetidor, saltando escalones hacia atrás.
Malteando los días sinónimos de otros días con recuerdos acompañados de vino y pan.
Esforzándome por pretender que me inunda lo que sólo me acaricia desde la comodidad.
Yo quiero sentir frío indomable, curvar la mirada para abarcar;
que me abrace o me empuje la impredecible inmensidad.
Tenderme a dibujar con las nubes, descalzarme para entrar en mi hogar.
Trepar y correr jadeando, viva, sencilla, sin máscaras ni disfraz.
Y esta realidad que alimento y no deseo, que repito y consiento,
me aturde y convence, sin permitirme dudas y afianzando el engaño.
Me retiene y se argumenta en cientos de excusas, que ya no tienen lugar.
Porque yo encontré mi lugar, tiempo atrás. Y mi tormento y suplicio es entenderlo y aceptarlo,
sin recursos cercanos para poder escapar.